Pentecostés es una fiesta llena de promesa y de misterio. La promesa de Pentecostés es de transformación. Todos anhelamos transformarnos. Hay un deseo terrible en nosotros, de cambio, de ser y de hacer algo nuevo, maravilloso, implacable. A esta invencible tendencia de lo nuevo, de lo mejor, de lo que colma, obedecen nuestros cambios exteriores, nuestros cambios intelectuales. Por eso viajamos, por eso subimos y miramos.
Sin embargo, todo, al llegar, se vuelve viejo y monótono, menos lo sagrado, menos Pentecostés. Pentecostés es una nueva dimensión sobre-humana, súper-temporal, que nos coloca en el ambiente que anhela nuestro corazón.
Dios no podía ponernos un deseo perpetuamente irrealizable en nuestra existencia. Dios no podía permitir que estuviéramos siempre enfermos de Él, y sin remedio. El Espíritu Santo, precisamente Dios cercano, es nuestro único remedio.
En el mundo temporal y visible no hay cura, no hay remedio, para un hombre inteligente. El remedio hay que buscarlo encima de los recursos humanos, el remedio es sólo Dios. Dios infinito, amado y adorado; y el hombre, nuestro hermano, amado y servido. Nuestro remedio es ser y hacer algo bello por los hombres en la vida. Comprometernos por algo que no sea dinero, que no sea sensaciones, que no sean vanaglorias, que no sean trapos, que no sean vanidades, sino por algo divino, que apague nuestra sed de infinito y permanente.
Esta es la promesa de Pentecostés. Sólo el Espíritu Santo puede traer lo nuevo, puede hacernos estrenar continuamente. Todo lo demás, cualquier nombre que tenga, es para morirse de hastío.
García H. R. 2015. El Espíritu Santo. Pentecostés. C.C.C. MD. Obras Completas 3. Pág. 73  Bogotá Colombia.








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